¿Sin ganas de leer mucho? Date una vuelta por el Tumblr de Su Nombre en Vano

Saturday, April 28, 2012

El Dado

Cuando yo era niño me gustaba jugar ludo. Lo jugaba con mis familiares, con mis amigos, con quien sea. También me gustaba el monopolio, pero dificilmente encontraba con quién jugar. Es así que el ludo siempre era mi juego favorito. Para jugar ludo yo tenía un dado especial. Este era un dado negro con los números en blanco (también los había en rojo, pero no me vacilaban tanto). Este dado era mi favorito porque siempre me daba el número que deseaba. Si necesitaba un 6 para arrancar, me daba el 6. Si necesitaba un 1 para bajarme a un enemigo que estaba a puertas de llegar a la meta, me lo daba. Y si necesitaba un 5 para entrar a mi meta, me lo daba.

Recuerdo que el niño que era yo le tenía una fe y una confianza increíbles a ese dado. Confiaba en que no importaba lo que yo le pidiese, así sea un número en especial o varios 6, me lo daba. Ese dado me acompaño en innumerables ocasiones y fue mi compañero en incontables victorias.

Sin embargo, a medida que crecía y tenía menos tiempo para jugar o tenía otros intereses, iba dejando de lado mi preciado dado negro. Y tal vez por eso, mi dado ya no me daba lo que le pedía tan a menudo. Y tal vez porque ya no me funcionaba tan bien como antes, le empecé a perder confianza. Fue así hasta que llegó el momento en que ese dado no fue sino un dado cualquiera, de color negro con puntos blancos.

Lo recuerdo actualmente y pienso que el niño que era yo le tenía fe a un dado, a un pedacito negro que me ayudaría a ganar partidas de ludo que no influirían mayormente en mi vida. Y recuerdo el momento en que lo vi como un dado más, no ya como un chiquillo ve a su compañero de juegos, sino como un instrumento del azar. Supongo que al crecer dejé de ver ese dado como algo especial, como un ser vivo que me oía y sabía lo que sentía. Y es que no me quedaba de otra, porque un dado, así yo sea un niño o un joven, seguía siendo un dado.

Lo mismo pasa con creencias religiosas. Cuando tenía una mente infantil, podía pensar que existía un ente superior con el cual podía tener una relacion personal. Con una mente madura eso me es imposible.




Saturday, April 7, 2012

La caza del gay: Vargas Llosa, entre el cielo y el infierno

Mario Vargas Llosa es una persona que enciende pasiones por muchas razones. Hace poco, por ejemplo, levantó las iras de los animalistas y liberales (entre quienes me suelo incluir) al defender la tauromaquia. A pesar de la admiración que siento por Vargas Llosa, no lo pude defender, aunque ciertamente los ataques más viscerales se veían tan irracionales como el hecho mismo de matar un toro por diversión. Y es que los indignadísimos se limitaban a juzgar a Vargas Llosa por un comentario y una postura sin tomar en cuenta la cantidad de declaraciones que ha hecho. Es decir, no se descalificaba al argumento, sino a la persona. Y leer tal cosa, pues causa cierta verguenza ajena, por no decir otra cosa.

Hoy en su columna de El País, Vargas Llosa explora las causas de la muerte del joven gay chileno Daniel Zamudio a manos de cuatro autodenominados neonazis. Como es de esperarse (y a diferencia de muchos de sus críticos), Vargas Llosa no se queda en la simple nota policial sino que explora de dónde viene el odio al que es distinto (en este caso, a los gays y lesbianas) y es eso lo que critica. Una lectura imperdible para quien está indignado ante tal violencia.


Lo más fácil e hipócrita es atribuir el asesinato de Daniel Zamudio a cuatro bellacos que se autodenominan neonazis. Ellos no son más que la avanzadilla repelente de nuestra tradición homófoba
La noche del tres de marzo pasado, cuatro “neonazis” chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core, encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.
Durante unas seis horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al maricón, a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.
Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino sudamericana, y se han multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara la dación de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde hace unos siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio homosexual.
Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la opinión pública.
Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y nefandas.
Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes. El gay es, siempre, “el otro”, el que nos niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo inocente.
En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.
Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010 en el Perú fueron asesinadas 249 personas por su “orientación sexual e identidad de género”, es decir una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien cinco “machos” le desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un travesti y los médicos de un hospital a atenderla por considerarla “un foco infeccioso” que podía transmitirse al entorno.
Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, al miedo, la conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo. Tener que vivir en la disimulación, con el temor permanente de ser descubierto y estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran reformadores y progresistas.
Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo hizo la Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).
Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia —las dos caras de una misma moneda— será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.
Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que a aquél —como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo— son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del “otro”, del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la humanidad.
Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.
No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.


Ciertamente, un impecable a artículo que no se fija solo en el hecho, sino en todo lo que hay de esto y en todos los culpables indirectos, entre ellos la iglesia católicas y grupos evangélicos, que siguen con las arcaicas ideas de que el homosexual es alguien sin el mismo valor que una persona "normal". Nuestra oposición y crítica a la iglesia es justamente por actitudes como éstas, donde por el simple hecho de ser distinto, alguien tiene que pasarla peor debido a alguna justificación supuestamente divina. Y es ahí donde el asunto de ser meramente con la iglesia, sino con la religión en general, donde no se requiere más explicación que "Porque Dios lo dice así" y quien no se alinea con esta pensamiento, está reservando su ticket al infierno. 


 Sin embargo, el punto más flaco de la columna de Vargas Llosa es que argumenta que tanto la izquierda como la derecha se unen para discriminar al homosexual. Como ejemplo de la izquierda, Vargas Llosa pone a grupos terroristas que son el extremo de las posturas de izquierda, mientras que en la derecha tenemos por lo general grupos religiosos que son percibidos como algo normal dentro de la sociedad a pesar del odio e intolerancia que destilan. No están pues la derecha e izquieda exactamente representadas, y ahí Vargas Llosa peca al pretender balancear el asunto. A pesar de ello, el artículo es bastante bueno y merece la pena leerse, especialmente para aquellos que no dudaron en ladrarle ante su defensa de la tauromaquia.
"Que esté permitido a cada uno pensar como quiera; pero que nunca le esté permitido perjudicar por su manera de pensar" Barón D'Holbach
"Let everyone be permitted to think as he pleases; but never let him be permitted to injure others for their manner of thinking" Barón D'Holbach