Recuerdo que el niño que era yo le tenía una fe y una confianza increíbles a ese dado. Confiaba en que no importaba lo que yo le pidiese, así sea un número en especial o varios 6, me lo daba. Ese dado me acompaño en innumerables ocasiones y fue mi compañero en incontables victorias.
Sin embargo, a medida que crecía y tenía menos tiempo para jugar o tenía otros intereses, iba dejando de lado mi preciado dado negro. Y tal vez por eso, mi dado ya no me daba lo que le pedía tan a menudo. Y tal vez porque ya no me funcionaba tan bien como antes, le empecé a perder confianza. Fue así hasta que llegó el momento en que ese dado no fue sino un dado cualquiera, de color negro con puntos blancos.
Lo recuerdo actualmente y pienso que el niño que era yo le tenía fe a un dado, a un pedacito negro que me ayudaría a ganar partidas de ludo que no influirían mayormente en mi vida. Y recuerdo el momento en que lo vi como un dado más, no ya como un chiquillo ve a su compañero de juegos, sino como un instrumento del azar. Supongo que al crecer dejé de ver ese dado como algo especial, como un ser vivo que me oía y sabía lo que sentía. Y es que no me quedaba de otra, porque un dado, así yo sea un niño o un joven, seguía siendo un dado.
Lo mismo pasa con creencias religiosas. Cuando tenía una mente infantil, podía pensar que existía un ente superior con el cual podía tener una relacion personal. Con una mente madura eso me es imposible.